LOS DECÁLOGOS DE LOS ESCRITORES
LOS DECÁLOGOS DE LOS ESCRITORES
I. LEE
Lo más parecido a la unanimidad es el consejo de que quienes aspiran a ser leídos comiencen por leer ellos mismos. Advierte Antón Chejov que. "Es posible que no consiga escribir, pero ni siquiera en ese caso el viaje pierde su fascinación: leyendo, mirando y escuchando, descubrirá y aprenderá muchas cosas". Y resume: “Leer es la mejor manera de viajar sin moverse”. Añade Ernest Hemingway: “Lee sin tregua. Escucha música y mira pintura”. Jorge Luis Borges confiesa que “Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Dice ser lector hedónico, sólo por placer y nunca por deber, pues “el verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta 'el modo imperativo'”. Y en un verso desgarrador, confiesa: “Yo, que me imaginaba el Paraíso/bajo la especie de una biblioteca”. Añade Carlos Fuentes: "Tienes que amar la lectura para poder ser un buen escritor, porque escribir no empieza contigo". Compendia James Joyce: “Está bien hablar de libros, pero es mejor leerlos”. Aunque, advierte: “La vida es demasiado corta para leer malos libros”. (E incluso para leer todos los buenos).
II. AÍSLATE
¿Es la escritura actividad sociable, coartada para peñas, tertulias, camarillas, mafias, sociedades del bombo mutuo y demás perversiones del rebaño? “Al ser incapaz de hacer que la gente sea más razonable, he preferido ser feliz lejos de ellos”, sentencia Voltaire. Añade Honorato de Balzac: “La soledad está bien, pero necesitas que alguien te diga que la soledad está bien”. Coleridge no concluye su poema magistral “Kluba Khan” porque un desconocido le espanta la inspiración con una pregunta trivial. Flaubert planea difundir la falsa noticia de su muerte para que lo dejen escribir tranquilo. Proust compra el apartamento encima del suyo para que ningún ruido le recuerde la presencia humana. “No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera”, sentencia Antón Chéjov. Virginia Woolf clama por una habitación propia, para eludir intrusiones domésticas. “Los libros no se escriben solos ni se cocinan en comité. Es un acto solitario y, a veces, aterrador”, advierte Carlos Fuentes. Aconseja Hemingway para el momento de escribir dar la dirección de un hotel y alojarse en otro. Y añade: “Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia”. Phillip K. Dick dedica su obra maestra The man on the high castle “A Ann, mi mujer, sin cuyo silencio no hubiera podido escribir este libro”. Confiesa Franz Kafka: “Hay ocasiones en que estoy convencido de que no soy apto para ninguna relación humana”. “Solidario, solitario”, recomienda Albert Camus. “El infierno son los otros”, advierte Jean Paul Sartre. La escritura es el recurso para estar presente y a la vez excluido de ese Averno. Por su soledad, el gran escritor deviene compañía de todo el género humano.
III. VIVE
Toda escritura es intento de descifrar la vida, bien acometiéndola para sufrirla, bien alejándola para examinarla. Décadas pasó Herman Melville huyendo de caníbales y asesinando cetáceos en el Pacífico antes de poder resumir su misterio en el silencio de una ballena blanca. Esperar infructuosamente la descarga de un pelotón de fusilamiento permitió a Fiodor Mijailovich Dostoievski intuir la “presencia de la divina armonía” en el aura que precede al ataque de epilepsia. El encierro en la prisión gomecista de La Rotunda inspira a Leoncio Martínez y José Rafael Pocaterra sus mejores páginas. De similares agonías surge la literatura amorosa de Stendhal y Ramón del Valle Inclán. La única justificación del sufrimiento es que incita a describirlo con la equivocada intención de aliviarlo.
IV. RITUALIZA
Todo rito invoca lo invisible mediante lo visible. Las manías no sustituyen el trabajo, pero lo propician. Diderot escribe en bata de raso; Oscar Wilde se rodea de lujos; Flaubert inhala pipa y media por página; Simenon bebe botella de Bourdeaux por capítulo; Colette devora cordero, Hemingway teclea parado ante una cómoda. Parte del ritual comprende utensilios de los que no hay que separarse: la dama de corte Sei Shonagon anota el Makura no Soshi en cuadernos cosidos que oculta en la cabecera del lecho. John Steinbeck afila sesenta lápices. Gómez de la Serna escribe con ocho estilográficas que sangran tinta roja. Kerouac mecanografía en una inmensa tira de papel enrollado. Inútil elevar a preceptos las ceremonias que atraen la inspiración: cada oficiante formula una, válida sólo para él mismo.
V. INSPÍRATE
¿Existe la inspiración? De ella afirma Honoré de Balzac que “es la oportunidad del genio”; vale decir, hay que atraparla en cuanto se manifiesta. ¿Se la puede forzar con pociones mágicas? Anota también Balzac que “Mucha gente dice que el café los inspira, pero, como todos saben, el café solo hace que las personas aburridas sean aún más aburridas”. Lo mismo puede decirse de todas las sustancias que supuestamente abren la vía al genio: éste sólo sale si ya está allí. Maupassant aspira éter, Thomas de Quincey, Aldous Huxley, Baudelaire y Antonin Artaud experimentan con alucinógenos, pero sus mejores obras fueron escritas antes de las experiencias y de éstas no salió nada trascendente. Balzac se envenena con sobredosis de café, pero quien las bebía era nada menos que Balzac. Phillip K. Dick se interna en infiernos multidimensionales con anfetaminas y ácido lisérgico, pero lo hace para sobrevivir escribiendo por míseras remuneraciones en 30 años 45 novelas y cinco libros de cuentos. La inspiración es un estado sagrado, que algunos quieren comparar a la embriaguez. James Joyce afirma que “En la embriaguez […] en estar siempre ebrio de vida, como dice Rimbaud, […] radica el aspecto emocional del arte; pero luego está la disposición intelectual, la que lleva a diseccionar la vida. Esto es lo que más me interesa ahora: llegar al residuo de la verdad sobre la vida, en lugar de magnificar ésta a base de sentimentalismo, actitud esencialmente falsa”. William Burroughs consume todas las sustancias sicotrópicas, estupefacientes y sicodélicas que encuentra, y luego corta por la mitad verticalmente sus manuscritos y los ensambla al azar. La inspiración no es quizá más que fruto del obsesivo y sistemático trabajo de la mente en busca de un tema. Prefiero compararla al enamoramiento. “No sé si existe, pero si llega, debe encontrarme trabajando”, afirma categórico Picasso.
VI. TRABAJA
Los libros no se escriben solos. Tampoco surgen de copiosos brindis; resultan de tareas a veces demoledoras. Escuchemos a Voltaire: “la más feliz de todas las vidas es una soledad ocupada”. Consultemos a Balzac, quien se imponía rutinas de doce a quince horas diarias y reescribía sus novelas de ocho a doce veces: “Es tan fácil soñar un libro, ya que es difícil escribir uno. La soledad está bien, pero necesitas que alguien te diga que la soledad está bien”. Oigamos a Emilio Zolá, quien precedía sus escritos de monumentales acopios de documentación: “El artista no es nada sin el don, pero el don no es nada sin el trabajo”. La naturaleza de este trabajo, según Edgar Allan Poe en su ensayo “Método de la Composición”, es una serie de elecciones racionales entre las diversas formas de lograr un efecto: “Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático”. Pero quizá sólo inteligencias superiores pueden desentrañar las etapas de ese complejo teorema; quizá al despojarlo de misterio pierda todo interés. Sólo logramos entender por qué estamos enamorados cuando ya no lo estamos. Por ello aconseja Rudyard Kipling escuchar al daimon, esa voz misteriosa e intermitente que a veces orienta en el laberinto de lo imaginario. Juan Rulfo afirma, categórico: “Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que apareciera”. Brutalmente postula Hemingway que “No hay nada que escribir. Todo lo que haces es sentarte frente a una máquina de escribir y sangrar”.
VII. EXPRÉSATE
El estilo es el hombre, dice Buffon. Quizá sea también la civilización. El estilo más apropiado es el que mejor los expresa. “Si breve, dos veces bueno”, preceptúa Gracián en medio de su obra interminable. Buffon, Quinto Horacio Flaco y Simón Bolívar recomiendan el estilo sencillo, claro y directo. “Conviértete en ti mismo”, predica Federico Nietzsche. Y añade: “Escribe con sangre, y aprenderás que la sangre es espíritu”. Larga práctica se requiere para desarrollar con soltura el propio Ser y la escritura que lo revela: “La perfección se alcanza poco a poco, lentamente; requiere la mano del tiempo”, advierte Voltaire. Más poderosa todavía es la sugerencia que invoca la colaboración del lector: “El secreto de aburrir a la gente consiste en decirlo todo”, añade Voltaire, y explica: “El secreto de no hacerse fastidioso consiste en saber cuándo detenerse”. En igual sentido, recomienda Kipling “una cierta economía de lo implícito”. Pero hay quienes eligen la demasía, la desorbitación, como Quevedo, William Faulkner, James Joyce, William Burroughs, Alejo Carpentier, Antonio Benítez Rojo, Lezama Lima y Severo Sarduy, para describir orbes laberínticos y espantosos. Si el estilo es el hombre, también es el tema.
VIII. EDITA
Creen el novato y el surrealista que todo lo pensado debe ser escrito y todo lo escrito publicado. Lo cierto es que la espontaneidad surge de una laboriosa reelaboración. Balzac reescribe sus novelas de diez a doce veces antes de que el editor las arrebate de sus manos. Kipling engaveta largo tiempo sus manuscritos, tacha con pincel y tinta india todo lo que le parece sobrante, y repite el procedimiento hasta sentir que no hay una palabra de más. Apunta Hemingway: “Todo primer esbozo es una mierda”; “Escribe borracho, edita sobrio”, y “La papelera es el primer mueble en el estudio de un escritor”. Culmina estas advertencias con su teoría del iceberg: las dos décimas partes publicadas de la historia deben sugerir las ocho décimas que se omiten. Sentencia Sidonie Colette “Escribe todo lo que se te venga a la cabeza, y eres una escritora. Pero un autor es quien puede juzgar despiadadamente el valor de su trabajo, y destruir la mayor parte”. Mas redacción y edición deben ser procesos separados. John Steinbeck recomienda: “Escribe tan libre y rápidamente como puedas y pónlo todo en el papel. Nunca corrijas o reescribas hasta que hayas terminado. Reescribir en pleno proceso es una excusa para no avanzar.” Editar es corregir gramática y ortografía, omitir lo improcedente, simplificar la redacción, podarla de redundancias. Vicente Huidobro advierte que “el adjetivo que no da vida, mata”; Horacio Quiroga aconseja: “No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.” Una categórica advertencia: quien escribe y quien edita debe ser la misma persona. En Estados Unidos “editores” cuyo oficio es acortar y reescribir libros ajenos que no entienden destruye la mayoría de éstos. Resume Borges: “No hables a menos que puedas mejorar el silencio”. Y añade: “El tiempo es el mejor antologista, o el único, tal vez”. El narrador debe anticipar y dosificar esta brutal antología.
IX. PIENSA
Es imposible que el narrador sea neutro en un mundo donde nadie lo es. Quien no está contra el poder explícito, está implícitamente con él. Sin embargo, advierte Antón Chejov: “ninguna monserga de carácter político, social, económico”. El que debe extraer conclusiones de lo narrado es el lector, no el autor. Postula Gabriel García Márquez que «El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.» Más que transmitir ideas, debe el narrador suscitarlas. Quede la prédica para el ensayista o el activista; a veces el narrador contraría y sobrepasa al ideólogo. Balzac era un arribista que se pretendía noble y burgués: no hay más feroz requisitoria contra la burguesía que La Comedia Humana. El simulacro de fusilamiento y el trabajo forzado en Siberia convirtieron a Dostoievski en ortodoxo y zarista: su obra es despiadado diagnóstico de la miseria física y moral de la autocracia de derecho divino. “Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector”, truena Nietzsche.
X. REBÉLATE
El narrador es un Lucifer que emula a Dios creando universos fulgurantes o deleznables. Esta rebelión original es la que convierte al homo en sapiens y al sapiens en artista. La literatura es una de las pocas instituciones refractarias a la democracia: cada creador es dictador en su cosmos propio; afortunadamente sus normas no valen fuera de él. Sentencia Julio Cortázar que “No existen leyes para escribir un cuento, a lo sumo puntos de vista”. La última y principal norma de este Decálogo es, justamente, violar todas las anteriores.
Luis Britto García
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